¿Sabes de esa mirada que, cuando la observas,
de repente está diciendo todas las palabras bonitas del diccionario?
Esa que es capaz de paralizar un latido del corazón,
que puede hacer sonreir, pensar, cantar, bailar, saltar...
e incluso maldecir de rabia
por no poderla guardar en un frasco y saborearla cuando quieras.
La que protagoniza la complicidad de una conversación en silencio con una amiga,
que te hace reir sin saber de qué, ni por qué,
mientras todo desaparece alrededor,
y sin darte cuenta hay una decena de testigos que se preguntan qué pasó.
O los amantes que se meriendan cada día, el uno al otro,
sentados en un parque, bajo un árbol,
donde, entre beso y beso, se miran y, callados, hablan de un futuro juntos,
y sus ojos brillan, y sus deseos gritan.
La mirada es la más bella expresión del ser humano,
pero también puede ser la más inquietante, justiciera e incomprendida.
Hoy prefiero hablar de lo bonito,
quizás porque me ha cogido un día más tonto de lo habitual.
Y de todas me quedo con ella,
con la mirada de una madre,
que, aunque sus ojos no te reconozcan,
sellan las grietas del alma,
y te llena de felicidad porque te curó,
y te hace llorar de dolor, porque sabes que no durará para siempre.
RJP
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